domingo, junio 03, 2007

... viejo libro revivido (por las circunstancias)


Martín apoyó la cabeza sobre el pecho de Alejandra y ya nada le importó

del mundo. Por la ventana veía cómo la noche bajaba sobre Buenos Aires y eso
aumentaba su sensación de refugio en aquel escondido rincón de la ciudad
implacable. Una pregunta que nunca había hecho a nadie (¿a quién habría
podido hacérsela?) surgió de él, con los contornos nítidos y brillantes de una
moneda que no ha sido manoseada, que millones de manos anónimas y sucias
todavía no han atenuado, deteriorado y envilecido:

—¿Me querés?

Ella pareció vacilar un instante, pero luego contestó:

—Sí, te quiero. Te quiero mucho.

Martín se sentía aislado mágicamente de la dura realidad externa, como
sucede en el teatro (pensaba años más tarde) mientras estamos viviendo el
mundo del escenario, mientras fuera esperan las dolorosas aristas del universo
diario, las cosas que inevitablemente golpearán apenas se apaguen las candilejas
y quede abolido el hechizo. Y así como en el teatro, en algún momento el
mundo externo logra llegar aunque atenuado en forma de lejanos ruidos (un
bocinazo, el grito de un vendedor de diarios, el silbato de un agente de tránsito),
así también llegaban hasta su conciencia, como inquietantes susurros, pequeños
hechos, algunas frases que enturbiaban y agrietaban la magia: aquellas palabras
que había dicho en el puerto y de las que él quedaba horrorosamente excluido
(“me iría con gusto de esta ciudad inmunda”) y la frase que ahora acababa de
decir (“soy una basura, no te engañes sobre mí”), palabras que latían como un
leve y sordo dolor en su espíritu y que, mientras mantenía reclinada la cabeza
sobre el pecho de Alejandra, entregado a la portentosa felicidad del instante,
hormigueaban en una zona más profunda e insidiosa de su alma, cuchicheando
con otras palabras enigmáticas: los ciegos, Fernando, Molinari. Pero no
importa

—se decía empecinadamente—, no importa, apretando su cabeza contra los
calientes pechos y acariciando sus manos, como si de ese modo asegurase el
mantenimiento del sortilegio.

—¿Pero cuánto me querés? —preguntó infantilmente.

—Mucho, ya te dije.

Y sin embargo la voz de ella le pareció ausente, y levantando la
cabeza la observó y pudo ver que estaba como abstraída, que su atención estaba ahora
concentrada en algo que no estaba allí, con él, sino en alguna otra parte, lejana y
desconocida.

—¿En que estás pensando?

Ella no respondió, parecía no oír.
Entonces Martín reiteró la pregunta, apretándole el brazo, como para
volverla a la realidad.
Y ella entonces dijo que no estaba pensando en nada: nada en particular.
Muchas veces Martín sentiría aquel alejamiento: con los ojos abiertos y
hasta haciendo cosas, pero ajena, como manejada por alguna fuerza
remota.

De pronto Alejandra, mirándolo a Vania, dijo:

—Me gusta la gente fracasada. ¿A vos no te pasa lo mismo?

El se quedó meditando en aquella singular afirmación.

—El triunfo —prosiguió— tiene siempre algo de vulgar y de horrible.

Se quedó luego un momento en silencio y al cabo agregó:

—¡Lo que sería este país si todo el mundo triunfase! No quiero ni pensarlo.

Nos salva un poco el fracaso de tanta gente. ¿No tenés hambre?

—Sí.

Se levantó y fue a hablar con Vania. Cuando volvió, sonrojándose, Martín le dijo que él no tenía plata. Alejandra se echó a reír. Abrió su cartera y sacó doscientos pesos.

—Tomá. Cuando necesites más, decímelo.

(Sobre Héroes y Tumbas. Ernesto Sábato. I. El Dragón y La Princesa)